domingo, 22 de noviembre de 2020

Compartía las noches con los felinos de los tejados

Me pongo los cascos, elijo la canción de Lady Madrid de Pereza que tantas veces he cantado a pleno pulmón en cualquier bar perdido, cierro los ojos y me dejo invadir.
Cada noche andaba por los tejados de la vieja ciudad que le había visto crecer y bailaba a la luz de la luna sin temor a caer al vacío, dentro de ella el sonido de unos cristales rotos le hacían temblar de frío, pero eso no le impedía seguir bailando al ritmo de una balada lenta que nadie más alcanzaba a escuchar.
Cuando la realidad o los miedos le intentaban atrapar ella saltaba a otro tejado y giraba aún más rápido sobre sí misma para no dejarse coger; el dolor se quedaba fascinado observando a ese ave fénix que no dormía, sino que bailaba por las noches, en ocasiones era tanta la admiración que se agarraba a su pecho dificultando su respiración para ver el mundo desde ahí arriba, ella lo sentía, sentía su existencia y su presencia ahogándole, volvía a saltar y de nuevo todo se desvanecía mientras la canción le leía un cuento de buenas noches.
Los felinos que habitaban en las chimeneas y los deshollinadores intentaban imitarla, pero se quedaban en un pobre intento del último baile que estaba siendo aquel.
Al este de ciudad los primeros rayos de sol ya asomaban y se empezaba a oír el sonido de las persianas de los primeros bares que dificultaban seguir escuchando el sonido de esos cristales rotos que le impedían dormir por las noches.
Cerraba los ojos y corría veloz en sentido contrario al sol por encima de tejados y terrazas, el movimiento de sus pies era ágil y exacto para evitar caerse, y la luna observaba atenta la escena creyendo que estaba a punto de vivir su primer beso con una persona de esas que no tienen miedo al vacío por la existencia de la pequeña posibilidad de tocar la luna con las yemas de sus dedos.
Nunca lo conseguía, siempre eran centímetros los que quedaban entre ellas después del gran salto, pero esto no hacía que perdiera la ilusión, mañana volvería a los tejados mientras la ciudad durmiese y seguiría bailando ante la mirada de interés de los felinos que por allí habitasen, ante la admiración del dolor por su manera de jugar con él como si así fuera a desaparecer, y ante la esperanza de la luna de que alguien soñara con llegar a ella sin separar los pies del suelo. 

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