domingo, 9 de julio de 2023

Mediodía

Su cintura se movía al ritmo de una canción lenta que, fácilmente, podría ser la nana de un bebé, sus pasos eran lentos, pero constantes, y todo su cuerpo seguía aquella familiar melodía ante mi atenta mirada. 
No sé si es envidia o admiración, pero me pone la peña que hace lo que le da la gana sin importar si hay alguien viéndoles o no.
Se tumbó sobre la cama y los muelles de esta emitieron un crujido como si fuera un gemido placentero, doloroso o tal vez una mezcla de ambos, su respiración era agitada y la mía se entrecortaba cada vez que me sonreía, debería ser ilegal tener una sonrisa tan bonita como esa. 
Me senté sobre su cintura y sus manos rodearon la mía con firmeza, no dejaba de mirarme a los ojos de esa manera tan suya y era algo que me enloquecía por dentro. 
Un par de botones; esa era la distancia entre mi aparente y falsa tranquilidad y el volcán que llevaba dentro de mí intentando que no entrara en erupción del todo, pero... ¿por qué coño me estaba esforzando por disimularlo?, me moría de ganas de que me hiciera confesarle todo esto que me hacía sentir, quería que me tocara, que notase la humedad de mi respiración con su propia piel y sentir yo la suya. 
Acaricié con mi índice las curvas de su cuello y luego desabroché esos botones de seguridad, con sus manos me acercó más hacia su pecho y pude notar su forma y su calor, ya era tarde, ya no podía seguir manteniendo aquella aparente serenidad y frialdad que había intentado mantener desde que había entrado en esa habitación.
En tan solo unos minutos toda nuestra ropa estaba tirada por el suelo y la vergüenza o el miedo no se habían atrevido a aparecer aún, una de sus manos sujetaba mis muñecas sobre mi cabeza y con la otra jugueteaba por mi interior, su boca me mordía con ganas de verme perder el control y mis gemidos eran su perfecto columpio en el que balancearse de la misma forma en que lo hacía sobre mis caderas. 
Todo parecía ser caótico, no tener orden alguno, pero en realidad todo se movía y sonaba en el momento exacto en el que debían hacerlo, como si juntas fuéramos una orquesta sinfónica y, a la vez, el público de la misma. 
Dicen que cuando perdemos alguno de nuestros sentidos el resto se agudiza, creo que es cierto, pues en el momento en que mis ojos quedaros a oscuras sentí esa gran orquesta por dentro, mis costillas vibraban cada vez que con sus dedos las acariciaba como si fueran las teclas de un piano, mis piernas se abrían un poquito más ansiosas por sentirlo todo sin arnés ni paracaídas, mi boca buscaba la suya en mitad del calor sofocante de aquella habitación y de mi garganta salía una melodía que se entremezclaba a la perfección con otra parecida en la que mi nombre aparecía de vez en cuando entrecortado.
Tras la última canción del concierto disfrutamos de la intimidad que habíamos generado, nos reíamos al mirarnos sin querer, y la piel de gallina de ambas mostraba la necesidad de varias caricias y besos que nos ayudasen a dormir. 
Me habló un poco de su historia, de su recorrido hasta llegar al momento presente y, con algo de temor a que mi opinión fuera distinta, me dijo que había sido un buen polvo, le sonreí mientras me acercaba contra su pecho, luego me prometió que en unas horas, tras dormir un poco, iríamos a cualquier bar y me seguiría contando su vida con pelos y señales. 

Me acerqué a su cuello algo nerviosa y, con temor a que pudiera observar mis mejillas enrojecidas, entre risas le confesé que había sido un polvazo y que, si quería, podríamos repetirlo con esa amiga tan especial de la que me había hablado. 





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