miércoles, 28 de febrero de 2024

Reconciliaciones y pañuelos usados


Hace muchos muchos años una de mis profesoras del colegio escribió en mi agenda una nota a mi madre diciéndole que quería reunirse con ella para contarle que tal iba en el curso. 
Esa fue la primera reunión en la que le dijeron a mi madre de manera clara que su hija lloraba demasiado y que tenía que hacer que dejase de llorar para ser una mujer fuerte en el futuro; mi madre, como buena madre que quiere lo mejor para su hija, me dijo esa tarde que no podía llorar por tonterías porque sino cuando llorase por algo verdaderamente importante nadie me haría caso, en ese momento la conversación quedó ahí, pero por dentro me quedé con ganas de preguntarle quien se encargaba de decidir qué temas eran importantes y cuáles no lo eran. 
Con el paso del tiempo fui aprendiendo, de diversas formas y a través de distintas personas de manera más o menos directa, estrategias para protegerse y ser fuerte; no llorar, o no delante de otros, fue la primera lección que nunca llegué a comprender del todo ni se me daba demasiado bien. Otras lecciones eran no mostrar demasiado las cosas que te hacían ilusión, sobre todo si era una persona la que te generaba esa ilusión, ni ir detrás de nadie pidiendo atención o afecto ya que lo importante eras y eres tú y tu prioridad debes ser siempre tú.
Hay infinidad de eslóganes que hacen referencia a esa individualidad que te hace llegar a tu mejor versión, a cuidar de ti, a no necesitar nada de nadie, a potenciar el amor propio y tu propio camino ante todo y ante todos, y está bien todo esto, no debemos olvidarnos de nosotros nunca, pero tampoco debemos olvidarnos del otro. 
¿Dónde están los eslóganes y libros que hablan de acompañar al otro, de sostnerle cuando lo necesite, de ayudarle sin pedir algo a cambio y de celebrar, incluso más de lo que lo hace el otro, cada triunfo que logre?.
Necesitamos del otro, y esto no es malo, es malo el extremo de sentir que sin el otro nos morimos, que no somos nadie sin él o que valemos menos sin su presencia en nuestras vidas, cuidadito con esto, pero es que entre el blanco y el negro hay una escala de grises que no son negativos, sino que dom naturales, necesitamos del otro, necesitamos la paz de saber que podremos contar con esa persona en las malas, necesitamos la estabilidad que nos permita seguir creciendo individual y colectivamente y necesitamos el amor hacia nosotras, y también hacia el otro, que nos haga sostenerle en las malas y ayudarle a seguir avanzando hasta las estrellas en las buenas.

Otra de las ridículas lecciones que me dieron cuando era pequeña fue la de guardar toda información íntima o demasiado personal dentro de nosotras y no poner fácil su acceso por parte de los de fuera; de este modo, la persona tendría menos herramientas con las que hacerte daño si lo intentaba o no dolería tanto su ausencia si en algún momento se marchaba.

Un día, en unas vacaciones en la casa de mi abuela, esta me abrazó con tanto amor que me sacó alguna que otra lágrima, esta me miró preocupada y me preguntó la razón por la que lloraba, yo le dije, sin pretender ser distante ni aparentemente "fuerte" que lloraba porque le quería mucho. 
Mi abuela entonces me miró con orgullo y con esa sonrisa tan dulce que tenía y dijo señalando mi pecho con su dedo índice:
- tienes aquí dentro un corazón muy grande capaz de sentir cada emoción intensamente, está bien que llores, que rías, que ames, que te ilusiones... estamos aquí de paso, así que siéntelo todo tanto como puedas. 

Mi abuela acarició ese día la superficie de una herida que empezaría a desinfectar y curar durante dos años en terapia. Uno de los mayores regalos que me hizo mi abuela antes de marcharse fue el de enseñarme a querer con todo el corazón, ella también lo hacía muy bien, y en terapia, sin lugar a dudas, uno de los mayores regalos fue el de reconciliarme con mi vulnerabilidad, con mis emociones y encontrar en ellas mi mayor superpoder.

Lo he pasado muy mal y he sufrido mucho desde que decidí empezar a vivir el día a día sin corazas, pero también he vivido momentos e historias preciosas en los que el amor y la felicidad no me cabía en el pecho, no me arrepiento de mi manera de sentir, es más, estoy orgullosa de ser capaz de sentir tanto cada emoción y sentirme, en definitiva, viva a través de ellas. 

Me gusta ilusionarme hasta cuando veo flores nuevas en el campo, me gusta romperme a llorar siempre que lo necesite (aunque me siga dando miedo hacerlo), me gusta abrazar, acariciar y besar con los ojos cerrados y con puños repletos de amor y de ganas de cuidar y de dejarme cuidar, me gusta cuando conozco a alguien que me hace sentir bien anotar que cosas le gustan para regalárselas en su cumpleaños si sigue aquí, me gusta emocionarme con las canciones de siempre y con la última que acaba de salir, me gusta creer en el amor y usarlo para acercarme a la mejor versión de mí misma, me gusto mucho, aunque aún quede aquí dentro mucho que limpiar, trabajar y seguir construyendo. 

Soy capaz de llorar con la cara al descubierto, reconocer mi dolor, permitirme sentirlo y acunarlo por las noches y transformarlo en ganas de volver a querer vivir nuevas aventuras ahí fuera con el amor y la ilusión como mis mayores fortalezas. 

Siempre he sido una niña muy llorona y, después de todos estos años, menos mal que lo era y lo soy. 

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