sábado, 21 de septiembre de 2019

Llovía, llovía mucho y ojalá nunca hubiera dejado de llover.


Fue la tormenta más bonita del mundo; llovía, llovía mucho y de manera continuada, dejamos que nos pillase de lleno y que nos quitase, como si se tratase de algún tipo de limpieza espiritual, todos los miedos, problemas y preocupaciones que habíamos ido acumulado durante el año.
Bailábamos y corríamos deseando correr lo suficiente para alcanzar alguna dimensión en la cual el tiempo se detuviera justo ahí, justo en ese instante en el que observas, respiras hondo y no sabes qué pedir a las estrellas fugaces porque todo lo que necesitas ya está a tu lado.
Pero el tiempo pasaría, aunque no fuéramos conscientes de ello; pasaría la tormenta al cabo de unas horas.
De pequeña algunas personas me decían alegre que ya había dejado de llover, a día de hoy me da miedo juntarme con quien no sabe disfrutar la lluvia.
Y hubo momentos en los que lo conseguimos.
Logramos detener el tiempo algunas noches donde las carcajadas abrazaban y emocionaban al corazón por todo el amor que sentía, donde las estrellas eran las que nos observaban, donde las sonrisas llenaban todo el lugar de una especie de energía que te hace sentir invencible.
Y fue ahí, justo en uno de esos instantes en los que disfrutaba observándoles en silencio en los que el miedo desapareció porque supe que, aunque el tiempo pasase, esta familia permanecería unida en el tiempo siempre, llenando cada rincón de esa energía, esa magia que solo tienen las personas que llegan bailando al lado izquierdo de nuestro pecho, y una vez allí en vez de romper con todo, acarician y miman cada centímetro de corazón provocando que dejes de pedir deseos a las estrellas fugaces para sentirte tú misma la estrella fugaz que nunca deja de brillar, bailar, vibrar y lograr todo lo que se proponga gracias a cada persona que llegó para quedarse abrazando cada rincón de ti donde antes sentías frío

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